jueves, 22 de julio de 2010

Carta a mi padre


¡Hola, papa!

Hace algún tiempo que quería escribirte esta carta. Estamos a mediados de julio, creo que ha llegado el momento.

Moriste el 9 de febrero, creo que ha pasado el tiempo adecuado para escribirte estas pocas líneas.

En primer lugar, he de decirte que tengo la completa seguridad de que existe alguien ahí arriba.

Tú siempre fuiste agnóstico, yo algo menos que tú, aunque siempre he tenido mis dudas.

Has de saber una cosa, a lo mejor no te diste ni cuenta, sucedió muy rápido: moriste “de facto”, un lunes, mientras jugabas a ajedrez…, te dio un derrame muy fuerte. Ya no fuiste consciente y te dio otro más fuerte justo después. ¡Qué envidia me das!. A veces pienso en todo esto y llego a la conclusión de que nada me gustaría más que morirme como tú, jugando al juego que más te gusta y de golpe. Sin sufrir ni padecer.

El martes te moriste de verdad, como siempre has sido muy fuerte, tu cuerpo aguantó lo que los médicos no imaginaban.

Como sabes, siempre he sido bastante “desapegado”. Muchas veces he estado semanas e incluso meses sin comunicarme contigo o la familia.

Creo que Dios nuestro Señor hizo que, a pesar de esto, tuviera la gran suerte de hablar contigo el domingo anterior a ese lunes. Estabas como siempre, alegre y de buen humor.

Ninguno de los dos sabíamos que sería la última vez.

Creo que “el de arriba” no podía permitir que no habláramos esa última vez.

Desde que tuve 19 años, más o menos, tú y yo empezamos a ser amigos y, cuanto más tiempo transcurría mejor y más fuerte ha sido nuestra amistad.

Nunca te dije que eras mi amigo, tú a mi tampoco, pero eso, entre amigos no se dice nunca, se sabe y punto.

También sabes que te quiero, aunque no te lo diga. Curiosamente no te echo de menos. Echo de menos hablar contigo y llevarte en verano a Argentona a tomarte un cortado al bar de Jose.

No te echo de menos porque siempre estás conmigo, en mi pensamiento, en mi corazón y en mi alma. Mientras siga así, y así seguirá, siempre seguirás vivo, papa.

En la ceremonia de tu entierro salí a hablar de ti. Si no lo hubiera hecho hubiera reventado y me hubiera arrepentido toda mi vida.

No te imaginas lo que me costó. Yo, que si hace falta, hablo hasta debajo del agua, tuve un nudo que me atenazaba. No me dejaba pensar ni hablar con claridad y hasta tuve problemas para que no me temblara el labio superior por la emoción y la tristeza de ese momento.

Hablé de ti, de tu trabajo, del deporte y, sobre todo, de cómo te has comportado como persona con todo el mundo.

Te voy a poner la parte final, que, por supuesto, me acuerdo de memoria:

“Ahora, todos nosotros, los que hemos conocido a mi padre, lo tenemos bastante más fácil.

Seguro que cuando nos llegue la hora de llegar ahí, él nos estará esperando justo en la entrada y, como siempre, nos echará una mano. Nos dirá qué tenemos que hacer, nos explicará que hagamos esto y aquello y nos dará los mejores consejos para que nos salga todo bien.

No obstante, algunos de nosotros tendremos que pagar un pequeño peaje. A los que hemos jugado a ajedrez alguna vez con él nos dirá que, antes de entrar, juguemos una partidita.

Y nos pegará una paliza.

¡Como siempre!”.

Tu hijo, que te quiere, papa.