martes, 22 de junio de 2010

Fuerza y rabia

Me desperté sobresaltado. Claudius me estaba zarandeando.

-¡Vamos, levántate ya dormilón!. ¡El viejo ya está ladrando!.

Me levanté como pude, Claudius tenía razón, Caius Fabius estaba, como
siempre, de un humor de perros, pateaba a todos los que encontraba a su paso tumbados descansando mientras no paraba de vociferar que nos preparáramos para el combate.

Al dar dos pasos recordé que mis caligae me estaban matando. El día anterior anduvimos más de 25 millas casi a marchas forzadas para poder llegar a nuestra posición al atardecer y así poder levantar un campamento improvisado. Tenía mis pies en carne viva.

Miré el paisaje alrededor mío. Nos encontrábamos en lo alto de una colina que descendía suavemente hasta el lecho del río que llaman Sambre. Era un pequeño valle. Al otro lado del río ascendía, también suavemente, otra colina. A pocos pies del río nacía un bosque tupido, impenetrable. Era una vista hermosa. Los primeros y débiles rayos del sol al amanecer, el contraste de claros y oscuros, el verde de la hierba mojada, el aroma de las flores con los colores aun apagados y el olor a fresco del rocío se presentaron ante mí como algo sereno y eterno.

Poco a poco pude apartar las neblinas de mi adormilada conciencia y advertí la presencia de algunos jinetes en los claros del bosque de la colina opuesta. Eran nuestros enemigos. Los temibles nervios, acompañados por tribus de atrébates y viromanduos.

Los nervios eran un pueblo muy valeroso, César, según tenía yo entendido, los respetaba como serios adversarios que eran. En ese momento, al amanecer de un día frío y algo nublado, escuchando sus gritos para infundirse valor y viendo a sus briosos caballos relinchando y resoplando nerviosamente expulsando su aliento por sus morros como si fueran nubes de tormenta..., en ese momento tuve miedo, ... mucho miedo.

Nuestro centurión, el viejo Caius Fabius, no me dio tiempo a más. Después de un empujón y un grito ensordecedor a medio palmo de mi oreja, preparé de la mejor manera que pude mi impedimenta. Me puse el casco, me ajusté al cuerpo la loriga, saqué la funda de cuero de mi escudo y me ceñí mi espada corta para combate cuerpo a cuerpo. Me quedó el tiempo justo para maldecir a mis malditas caligae y rogarle a los dioses que tuviera la dicha de salir bien parado. Se es demasiado joven para morir a los dieciséis años.

Nosotros, la infantería de la 2ª centuria de la 3ª cohorte de la gloriosa 10ª legión formamos para el combate. Nos dispusimos en tres filas. El viejo nos arengó mientras nos gritaba dándonos ánimos:

-¡Fuerza y rabia!. ¡Fuerza y rabia!. ¡Matad y no moriréis!. ¡Venced y no seréis vencidos!. ¡Fuerza y rabia!.

Pasaba por delante de cada uno de nosotros golpeándonos vigorosamente en el pecho y llamándonos a cada uno por nuestro nombre.

-¡Petronius!. ¡Audaces fortuna iuvat!. ¡Lucha con arrojo y vive como héroe o muere para mayor gloria de Roma!.

Me caía bien el viejo. Era un soldado de gran valor, ascendió a centurión por méritos propios y era un gran jefe para nuestra 2ª centuria, pero lo suyo no era la oratoria.

Mientras nos disponíamos en formación, los jinetes, junto con los honderos y los arqueros vadearon el río en pos de la caballería enemiga.

Rápidamente cayó una nube de flechas y proyectiles sobre nuestros enemigos, vi como algunos de ellos caían de sus monturas ensartados por nuestras flechas, mientras otros recibían los impactos de los proyectiles lanzados con gran destreza por nuestros honderos. Nuestra caballería avanzó al galope. No dejó supervivientes. Los jinetes enemigos que cayeron heridos por nuestras flechas y piedras fueron aniquilados sin piedad y los agonizantes fueron rematados con las lanzas que nuestros jinetes portaban sin ni siquiera necesitar descabalgar de sus monturas.

El resto de su caballería se replegó en el interior del bosque.

El viejo nos dio la orden de avanzar en formación. Vadeamos el río y, cuando esperaba que nos dieran la orden de internarnos en la espesura del bosque se nos ordenó que mantuviéramos nuestras posiciones y empezáramos a construir un campamento fortificado.

Respiré aliviado, toda aquella tensión que había acumulado había desaparecido. Volví a ser consciente de mi agotamiento, pero feliz de sentirme vivo; así que me desprendí del casco y la loriga, dejé la espada junto con el resto de mi impedimenta y empecé a construir el campamento con el resto de mis compañeros.

Cuando aun no llevábamos dos horas construyendo la fortificación escuchamos una algarabía de gritos ensordecedores que venían del bosque cercano. Al girarme y ver lo que sucedía detrás de mí me quedé paralizado de terror.

Apenas a trescientos pasos de nuestra posición una turba ingente de nervios gritaba enloquecida empuñando sus armas hacia nosotros.

Los vi con todo detalle, sus caras estaban desfiguradas por la furia incontenible.

Sus rostros pintados y las babas que caían de las comisuras de sus labios eran un espectáculo aterrador.

Antes que tuviéramos tiempo a nada cayeron sobre nosotros. Alrededor mío morían, bajo el filo de la espada o con el cráneo aplastado por una maza, mis compañeros de armas.

Corrí con la velocidad que dan el miedo y el terror. Entre toda esa muchedumbre intentaba buscar desesperadamente algo con qué defenderme. Recogí una espada del suelo y me giré.

Allí estaba Claudius, apenas a tres pasos de mí. Estaba de rodillas, con una expresión que entonces se me antojó estúpida o, mejor aun, de sorpresa. Se estaba mirando sus propias tripas mientras intentaba sostenerlas con sus manos para que no se desparramaran por el suelo. Un instante después le aplastaron el cráneo con una maza esparciendo sus sesos por la hierba.

Murió al instante.

De pronto, por encima del griterío y los chasquidos del metal contra metal, oí la potente voz del viejo dando órdenes. Mientras luchaba contra dos nervios nos gritaba y nos ordenaba que nos agrupáramos.

Me encontraba a escasos diez pasos de él. Intenté dirigirme hacia donde estaba y ponerme a su lado. Sentí un dolor seco e intenso en mi costado. Un nervio me había asestado un hachazo en mi costado derecho. No pensé. Sólo me giré y lo vi. Su cara tenía los ojos desorbitados, su rostro estaba pintado, pero estaba más manchado por la sangre que nos salpicaba a todos en el fragor de la lucha.

Levantó su hacha con ambos brazos para asestarme el golpe final. No pensé. Con toda la fuerza que da la desesperación y el instinto de supervivencia blandí mi espada con ambas manos y se la
clavé justo por debajo del esternón.

Ese instante me pareció un año, sentí cómo mi espada se introducía en su cuerpo con cierta dificultad. Después entró suavemente, como si la vida que mi enemigo acabara de perder se llevara consigo su alma y dejara su lugar para que penetrara la afilada hoja de mi arma.

Con mi mano apretando mi herida conseguí llegar hasta el viejo. Había conseguido acabar con sus contrincantes aunque no había salido bien parado, sangraba abundantemente por la cabeza y tenía una fea herida en su brazo derecho.

-¡Petronius!- me gritó. –¡Lucha y vive, hijo!. ¡Lucha y vive!.

Junto con el viejo y un puñado de soldados que habían conseguido reaccionar y defenderse intentamos mantener nuestra posición desesperada. No teníamos ninguna opción, estábamos totalmente rodeados con el río a nuestras espaldas.

Luchamos enconadamente. Inmersos en la locura de la lucha entre la vida y la muerte nuestro frenesí nos hacía ser insensibles ante el dolor y el agotamiento. La lucha era tan fiera y el combate era tan apretado que defendíamos nuestra vida pisando los cuerpos sin vida de nuestros compañeros y enemigos.

Nunca vi algo tan espantoso, la sangre corría por la hierba como pequeños riachuelos que buscan el río cercano. El aire olía a muerte y a carne desgarrada. Por doquier había hombres gritando de dolor, hombres horriblemente mutilados que tenían la desgracia de seguir vivos y otros que tenían la dicha de estar muertos. Muchos muertos. Demasiados muertos.

Cuando pensaba que los dioses no habían escuchado mis ruegos escuché el sonido de las trompetas y bocinas que anunciaban nuestra salvación. El flanco derecho de la 10ª legión corría en nuestra ayuda.

Con nuestras tropas mejor armadas y más numerosas lo que sucedió a continuación fue una verdadera carnicería. Matamos hasta hartarnos. Enloquecimos todos con el olor de la sangre y de la muerte.

Cuando acabó todo me di cuenta que estaba cubierto por mi sangre y la de mis enemigos. Y también por mis propias heces y orines.

El sol había avanzado en su camino, estaba casi en lo alto de nuestras cabezas.

El día seguía siendo frío y gris. Recordé que antes de la batalla la naturaleza que me rodeaba la había sentido como algo bello y eterno.

Miré a mi alrededor. Todo lo que abarcaba mi visión era pura desolación. Sólo veía cadáveres y hombres suplicando auxilio sufriendo terribles heridas. Otros en cambio, no tenían fuerzas para gritar. Gemían sumergidos en su horrenda agonía esperando que la muerte les consiga ahorrar tanto sufrimiento.

Eran sólo hombres. Ni romanos ni nervios. No importaba y no debería importar nunca.

Nunca lo olvidaré. Nunca olvidaré la expresión de sus caras ni la mirada perdida de sus ojos.

Ese paisaje sereno ya no era el mismo, había cambiado. Yo había cambiado.

Fue mi primera batalla.

Ahora tengo 53 años y el cuerpo lleno de viejas heridas.

También conseguí ser centurión por méritos propios como el viejo Caius Fabius.

Hace tiempo que me otorgaron mi honesta missio y disfruto la vejez en mis tierras con
la compañía de mi fiel y amada esposa Julia.

Por fin.

Ayer fue mi primera noche sin soñar con ese maldito amanecer.

Por fin.