martes, 7 de abril de 2009

La oscuridad era total

La oscuridad era total. Mis amigos, Vicente, Javier y yo habíamos decidido no llevar linternas y hacernos nuestras propias antorchas, así sería todo más emocionante. No nos servían de mucho, habíamos cogido tres palos y liamos trapos empapados en alcohol, pero el resultado final no fue el esperado. Los trapos se quemaban rápidamente. Menos mal que llevábamos una buena reserva. La llama era más bien azulada, por lo que no alcanzábamos a ver la distancia que nos gustaría.

Jamás habíamos hecho nada parecido en nuestra vida. Nunca habíamos estado en un lugar tan lóbrego, húmedo y oscuro. Nuestros corazones estaban encogidos por la ansiedad que albergaban nuestras almas.

Cada vez que daba un paso me tenía que asegurar por dónde pisaba, ya que la visibilidad era muy precaria. Notaba que el terreno era blando y mojado. Me lo imaginaba viscoso. ¡El silencio!…, el silencio era sobrecogedor. No se escuchaba nada, sólo las gotas de humedad que caían por condensación de una bóveda atunelada que teníamos a unos cuatro metros sobre nuestras cabezas.

Además de ese goteo irregular y tétrico, se escuchaba, de vez en cuando, una serie de sonidos a cual más inquietante. A veces sonaban muy cerca de nosotros, casi rozándonos, otras veces más lejos, pero no menos sobrecogedores. Unas veces parecía que la tierra húmeda se deslizara, otras creía pensar que era alguna rata que, con pasos cortos y ágiles se desplazaba rápidamente. Me daba escalofríos al pensar que las gotas que me caían en la cabeza no sólo eran gotas, sino que algunas de esas gotas eran “algo” que no me quería ni imaginar. Pensar que cuando caía sobre mi intentaba corretear para escabullirse…, ¡Dios!. No paraba de rascarme. Ninguno de los tres amigos hablaba ni comentaba lo que pensaba, pero, curiosamente, los tres hacíamos lo mismo.

Las antorchas estaban llegando a su fin, habíamos hecho acopio de trapos y alcohol, pero no era suficiente. Cada segundo nuestros corazones palpitaban con más fuerza. Podía sentirlo, podíamos sentirlo los tres. Escuchaba nuestra respiración agitada que delataba nuestra ansiedad y nuestra inquietud.

De repente, como si fuera un faro en la distancia, distinguimos por fin la luz que nos indicaba la salida. Respiramos aliviados. Estábamos mojados, sucios por tanta porquería que se nos había pegado a nuestras ropas y nuestro calzado pero, por fin, habíamos llegado al final de nuestra gran aventura. La mayor y más excitante de nuestras vidas.

Tiramos las antorchas casi apagadas en el túnel y subimos la pequeña cuesta que nos daba acceso al mundo exterior tan lleno de luz.

Salimos a la calle Pujades esquina con la calle Bilbao. Más tarde sería una de las estaciones de Metro de la línea IV, la amarilla .Ahora estaba en construcción y habíamos estado de expedición cuando no había nadie.

Teníamos, no recuerdo si diez o doce años. ¡Qué aventura!. ¡Irrepetible!.